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Cómo convivir con la incertidumbre: asumamos el miedo, evitemos el pánico.
Jue 13 Ago 2020, 20:11
theconversation.com
Roberto R. Aramayo/Txetxu Ausín .
26/06/2020.
La seguridad, sentirse protegido, ocupa el segundo nivel de las necesidades primordiales del psicólogo estaounidense Abraham Maslow, solo por encima de las necesidades fisiológicas, y es una de las siete necesidades básicas del ser humano según el antropólogo Malinowski. Estar seguro equivale a no sentir miedo, esa perturbación angustiosa del ánimo ante un daño real o imaginario.
La pandemia nos hace sentir en peligro y nos angustia no sólo en su vertiente sanitaria, sino también por sus consecuencias laborales y educativas, entre otras.
El miedo cumple una función adaptativa, pero al exacerbarse puede instrumentalizarse para la dominación política y el control social, como ha evidenciado el modelo chino. La seguridad se cifra en reducir los riesgos del daño, pero debemos aprender a convivir con la incertidumbre, sin pretender eliminarla del todo.
Las múltiples facetas de la seguridad.
Tendemos a identificar la seguridad con el conjunto de medios y medidas destinados a velar por el orden público, como hacen las fuerzas y cuerpos de seguridad del Estado. Pero no se puede reducir la seguridad a la policía, el servicio de bomberos o las emergencias. Como nos ha hecho ver la pandemia, hay muchas otras cosas que adscribir a la seguridad, como es el caso de una salud pública que requiere acceso a medicamentos y tratamientos esenciales, una seguridad social que gestiona las bajas laborales y las jubilaciones, la protección del trabajador y el consumidor, el acceso a la vivienda o el cuidado del medio ambiente. La buena gobernanza, la transparencia, la rendición de cuentas o la participación también son elementos esenciales que amparan al ciudadano de posibles abusos por parte del poder político.
En 1944 Franklin D. Roosevelt formuló su Segunda declaración de los derechos, cimentando un nuevo concepto de seguridad asociado a una vida con condiciones dignas. Para zafarse del miedo es imprescindible no ser presa de la penuria y la precariedad. El trabajo, la vivienda, el alimento, la asistencia sanitaria, la educación y la protección ante el desempleo, los accidentes o la vejez son los derechos que sustentan esa nueva seguridad.
El primado de la libertad.
Sin embargo, no ha de supeditarse todo a la seguridad, convirtiéndola en el valor supremo de nuestra vida social. No cabe renunciar a la libertad, la solidaridad o la justicia en aras de una presunta seguridad que suele reducirse a reforzar los mecanismos de vigilancia y control social, sin atender a la recién mencionada complejidad y riqueza del concepto.
Hay deseos que no deben cumplirse y el de la seguridad radical es un anhelo que nunca puede ni debe satisfacerse. Controlarlo todo nos haría inhumanos, porque nos definen precisamente nuestras limitaciones, y nuestra fragilidad es nuestro fecundo toque de distinción, al que le debemos nuestros mayores logros gracias a la interdependencia.
La búsqueda de una seguridad absoluta tan sólo puede acarrear consecuencias completamente indeseables. En circunstancias tan delicadas como las actuales, ante una grave amenaza para nuestra salud, podemos caer en la tentación de someternos voluntariamente a un control cada vez más exhaustivo de nuestras libertades, asumiendo con ello una vez más esa servidumbre voluntaria de la que nos habla de La Boétie en su famoso ensayo del mismo nombre.
Los límites éticos del control.
En un momento dado, puede ser útil rastrear nuestros movimientos para seguir la pista de posibles contagios y evitarlos. Pero hay que poner unos límites a ese tipo de controles y diseñar estas aplicaciones con transparencia, control social, limitación de uso y respeto a la privacidad; esto es, con una supervisión ética que oriente su diseño y sobre todo sus aplicaciones. En el binomio compuesto por libertad y seguridad siempre debe primar la primera, tal como entre la bolsa y la vida ha de hacerlo esta segunda.
Pasear por las calles bajo unas cámaras de reconocimiento facial que nos identifiquen a cada paso no aporta seguridad, sino un mundo en el que no merece la pena vivir. No podemos desconfiar de todos en todo momento y convertirnos en presuntos malhechores, como cuando pasamos un control aeroportuario.
Así las cosas, alguien podría idear una pulsera digital con ciertos datos relevantes para limitar nuestro radio de acción, si la pandemia retornase con extrema virulencia y todavía no dispusiéramos de los fármacos adecuados para neutralizar sus efectos letales. La edad, el género y hasta el grupo sanguíneo podrían determinar nuestro margen de maniobra, generando una concatenación de discriminaciones como la denunciada por el célebre poema sobre la indiferencia que suele atribuirse a Bertold Brecht.
Una pedagogía de la responsabilidad.
Lo que realmente cuenta es nuestra responsabilidad, y no podemos dejarla en manos de nuestros representantes políticos, ni tampoco delegar su ejecución a los algoritmos gestionados por la inteligencia artificial. Hemos de hacer nuestra esa vigilancia autónoma. Cada cuál debe vigilarse responsablemente a sí mismo, para no dañar al otro, como reclaman Kant y Rousseau. Esa labor necesita de una ingente pedagogía social en la que se involucren los medios de comunicación, el mundo de la enseñanza y cada uno de nosotros.
Hemos de asumir que debemos convivir con la incertidumbre, sin demandar a la ciencia o a quienes gestionan los asuntos públicos que nos liberen de nuestra zozobra en tiempos difíciles renunciando a la libertad, es decir, a la responsabilidad que nos caracteriza como ciudadanos y como personas con una identidad moral, como solía enfatiza en sus escritos Javier Muguerza.
Sin esa identidad moral que nos confiere la responsabilidad, lo único seguro es que abdicaremos de nuestra condición humana, convirtiéndonos en unos vasallos del pánico, controlados por controladores a los que nadie controla. Basta recordar la sala de control filmada por Stanley Kubrick en Teléfono rojo, volamos hacia Moscú.
Roberto R. Aramayo/Txetxu Ausín .
26/06/2020.
La seguridad, sentirse protegido, ocupa el segundo nivel de las necesidades primordiales del psicólogo estaounidense Abraham Maslow, solo por encima de las necesidades fisiológicas, y es una de las siete necesidades básicas del ser humano según el antropólogo Malinowski. Estar seguro equivale a no sentir miedo, esa perturbación angustiosa del ánimo ante un daño real o imaginario.
La pandemia nos hace sentir en peligro y nos angustia no sólo en su vertiente sanitaria, sino también por sus consecuencias laborales y educativas, entre otras.
El miedo cumple una función adaptativa, pero al exacerbarse puede instrumentalizarse para la dominación política y el control social, como ha evidenciado el modelo chino. La seguridad se cifra en reducir los riesgos del daño, pero debemos aprender a convivir con la incertidumbre, sin pretender eliminarla del todo.
Las múltiples facetas de la seguridad.
Tendemos a identificar la seguridad con el conjunto de medios y medidas destinados a velar por el orden público, como hacen las fuerzas y cuerpos de seguridad del Estado. Pero no se puede reducir la seguridad a la policía, el servicio de bomberos o las emergencias. Como nos ha hecho ver la pandemia, hay muchas otras cosas que adscribir a la seguridad, como es el caso de una salud pública que requiere acceso a medicamentos y tratamientos esenciales, una seguridad social que gestiona las bajas laborales y las jubilaciones, la protección del trabajador y el consumidor, el acceso a la vivienda o el cuidado del medio ambiente. La buena gobernanza, la transparencia, la rendición de cuentas o la participación también son elementos esenciales que amparan al ciudadano de posibles abusos por parte del poder político.
En 1944 Franklin D. Roosevelt formuló su Segunda declaración de los derechos, cimentando un nuevo concepto de seguridad asociado a una vida con condiciones dignas. Para zafarse del miedo es imprescindible no ser presa de la penuria y la precariedad. El trabajo, la vivienda, el alimento, la asistencia sanitaria, la educación y la protección ante el desempleo, los accidentes o la vejez son los derechos que sustentan esa nueva seguridad.
El primado de la libertad.
Sin embargo, no ha de supeditarse todo a la seguridad, convirtiéndola en el valor supremo de nuestra vida social. No cabe renunciar a la libertad, la solidaridad o la justicia en aras de una presunta seguridad que suele reducirse a reforzar los mecanismos de vigilancia y control social, sin atender a la recién mencionada complejidad y riqueza del concepto.
Hay deseos que no deben cumplirse y el de la seguridad radical es un anhelo que nunca puede ni debe satisfacerse. Controlarlo todo nos haría inhumanos, porque nos definen precisamente nuestras limitaciones, y nuestra fragilidad es nuestro fecundo toque de distinción, al que le debemos nuestros mayores logros gracias a la interdependencia.
La búsqueda de una seguridad absoluta tan sólo puede acarrear consecuencias completamente indeseables. En circunstancias tan delicadas como las actuales, ante una grave amenaza para nuestra salud, podemos caer en la tentación de someternos voluntariamente a un control cada vez más exhaustivo de nuestras libertades, asumiendo con ello una vez más esa servidumbre voluntaria de la que nos habla de La Boétie en su famoso ensayo del mismo nombre.
Los límites éticos del control.
En un momento dado, puede ser útil rastrear nuestros movimientos para seguir la pista de posibles contagios y evitarlos. Pero hay que poner unos límites a ese tipo de controles y diseñar estas aplicaciones con transparencia, control social, limitación de uso y respeto a la privacidad; esto es, con una supervisión ética que oriente su diseño y sobre todo sus aplicaciones. En el binomio compuesto por libertad y seguridad siempre debe primar la primera, tal como entre la bolsa y la vida ha de hacerlo esta segunda.
Pasear por las calles bajo unas cámaras de reconocimiento facial que nos identifiquen a cada paso no aporta seguridad, sino un mundo en el que no merece la pena vivir. No podemos desconfiar de todos en todo momento y convertirnos en presuntos malhechores, como cuando pasamos un control aeroportuario.
Así las cosas, alguien podría idear una pulsera digital con ciertos datos relevantes para limitar nuestro radio de acción, si la pandemia retornase con extrema virulencia y todavía no dispusiéramos de los fármacos adecuados para neutralizar sus efectos letales. La edad, el género y hasta el grupo sanguíneo podrían determinar nuestro margen de maniobra, generando una concatenación de discriminaciones como la denunciada por el célebre poema sobre la indiferencia que suele atribuirse a Bertold Brecht.
Una pedagogía de la responsabilidad.
Lo que realmente cuenta es nuestra responsabilidad, y no podemos dejarla en manos de nuestros representantes políticos, ni tampoco delegar su ejecución a los algoritmos gestionados por la inteligencia artificial. Hemos de hacer nuestra esa vigilancia autónoma. Cada cuál debe vigilarse responsablemente a sí mismo, para no dañar al otro, como reclaman Kant y Rousseau. Esa labor necesita de una ingente pedagogía social en la que se involucren los medios de comunicación, el mundo de la enseñanza y cada uno de nosotros.
Hemos de asumir que debemos convivir con la incertidumbre, sin demandar a la ciencia o a quienes gestionan los asuntos públicos que nos liberen de nuestra zozobra en tiempos difíciles renunciando a la libertad, es decir, a la responsabilidad que nos caracteriza como ciudadanos y como personas con una identidad moral, como solía enfatiza en sus escritos Javier Muguerza.
Sin esa identidad moral que nos confiere la responsabilidad, lo único seguro es que abdicaremos de nuestra condición humana, convirtiéndonos en unos vasallos del pánico, controlados por controladores a los que nadie controla. Basta recordar la sala de control filmada por Stanley Kubrick en Teléfono rojo, volamos hacia Moscú.
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